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Carlos Rey

Porque no se ven a sí mismos


2015-03-04 - 10:51:55
"Mi madre, viuda, al verse sin marido y sin amparo, decidió arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y se fue a vivir a la ciudad, alquiló una casita y se puso a cocinar para algunos estudiantes y a lavar ropa de ciertos mozos de caballería del comendador de la Magdalena, así que había razón para visitar las pesebreras. En ésas se relacionó con un negro de ésos que cuidaban las bestias. Unas veces este hombre venía de noche a casa y salía por la mañana. Otras ocasiones tocaba a la puerta con el pretexto de comprar huevos, y entraba en la habitación. En un principio me molestaba su presencia, y le tenía miedo por el color de la piel y mal semblante; pero cuando vi que con sus visitas mejoraba el condumio, fui cobrándole algún afecto, pues siempre traía pan, trozos de carne y, en el invierno, leña con que calentarnos.

De suerte que, sin pausa en la posada ni en las relaciones, mi madre acabó por darme un negrito muy lindo al que yo hacía brincar por darle algún calor. Recuerdo que un día el negro de mi padrastro retozaba con el mozuelo y, viendo que mi madre y yo éramos blancos y él no, se dio a correr con miedo hacia mi madre y, señalando con el dedo, decía:

—¡Madre, coco!...
Niño todavía, me llamó la atención esa palabra de mi hermanico, y dije para mis adentros: “¡Cuántos habrá en el mundo que, porque no se ven a sí mismos, huyen de los demás!”»1

Este relato del protagonista principal de La vida de Lazarillo de Tormes, que da inicio en España al género de la novela picaresca, nos revela el pensamiento del llamado «pícaro» en aquel entonces. «Del pícaro puede decirse que toma la vida como viene —explica Jaime García Maffla—, que no la juzga pero sí la escruta, aun le da tonalidades especiales al mirarla desde su alma trágica y vacía.»

Ese es el caso de Lazarillo. Muerto su padre, su madre tiene relaciones con un morisco cuando Lázaro ya ha cumplido los ocho años. Por conveniencia, Lázaro acepta las visitas del moro como también al hermanito mulato que nace de las tales «relaciones». Luego, como quien escruta sin juzgar, medita en el término «coco» que le oye decir al pequeño, cuando éste descubre que su padre no se parece ni a la madre ni al hermano. El coco era un fantasma con que se asustaba a los niños.2 De ahí que a Lázaro se le prenda la chispa y se pregunte:

¿Así como se asustó el inocentón de mi hermano, será que también los demás les tienen miedo a todos los que no se parecen a ellos? ¿Acaso el racismo se origine en el temor a lo desconocido?

Si bien acertó en su juicio el autor anónimo del Lazarillo a mediados del siglo dieciséis, con mayor razón debemos nosotros acertar en el nuestro en pleno siglo veintiuno. Determinemos que cuanto más diferente sea nuestro prójimo, más nos esforzaremos por llegar a conocerlo. Sigamos el consejo y el ejemplo de Aquel que nos hizo tal como somos: juzguemos a los demás así como queremos que ellos nos juzguen a nosotros, fijándonos en el corazón y no en las apariencias.3

1 Lazarillo de Tormes, Anónimo (Bogotá: Editorial Norma, 1994), pp. 12 13.
2 Ángel del Río y Amelia A. de del Río, Antología general de la literatura española, Tomo 1: Desde los orígenes hasta 1700, ed. corregida y aumentada (New York: Holt, Rinehart and Winston, 1960), p. 338.
3 Mt 7:12; 1S 16:7

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