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Marcelo Ostria Trigo

2016


2015-12-30 - 21:02:43
El año 2016 viene cargando un pesado fardo del pasado: problemas irresueltos, injusticias no reparadas, proyectos incumplidos, crisis económicas y políticas, guerras y, además, una muy cruel violencia terrorista. Estos son desafíos que, ante su magnitud, parecería que superarían la voluntad de enfrentarlos con éxito.

Resalta otro desafío mayor: preservar la salud de nuestro planeta. Se ha avanzado, es cierto, pero aún hay mucho por concertar y, sobre todo, por cumplir compromisos asumidos para dejar, como legado a las generaciones venideras, un lugar en el que sea posible sobrevivir. Si se superan las diferencias entre las naciones en este gran problema, la imaginación permitirá crear formas de convivencia social y establecer un espacio en el que nuestra vida valga la pena vivirla.

Tampoco constituyen un desafío sencillo de enfrentar los pérfidos intentos de volver al oscurantismo, es decir recorrer caminos y transitados hacia sistemas fallidos, entronizando caudillos, siempre bárbaros y supuestamente iluminados.

Por supuesto que hay elementos que permiten confiar en que el año venidero puede ser el comienzo para alcanzar, no solo la paz entendida como ausencia de violencia, sino la paz activa que conlleva cooperación y respeto mutuo entre las personas y las naciones. La sociedad internacional tiene una serie de normas que obligan a los Estados a garantizar la convivencia civilizada. Hay mucho de esto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que, de cumplirse, resultaría en la afirmación de sociedades más justas, y el predominio del respeto por la libertad, la vida, la integridad, los bienes y la dignidad de los seres humanos.

En el año que termina no todo ha sido malo. Pese a que quedan unos pocos —aunque igualmente peligrosos— resabios totalitarios, ya hay cambios esperanzadores en América Latina que se encaminan al predominio de la democracia, es decir el respeto mutuo y convergente entre la mayoría —siempre circunstancial— y las minorías. Esto supone suprimir el caudillaje y las pretensiones de conservar el poder para siempre.

Cabe repetir la trascendental cuestión levantada por Constant-Virgil Gheorghiu al término de la Segunda Guerra Mundial: Habrá llegado “la hora 25 que sigue el momento final, cuando ya todo se ha terminado y ni siquiera cabe redención, la hora del triunfo de falsos profetas que prometen la felicidad de las generaciones futuras a cambio de la sumisión inhumana de las presentes”. Y concluía: “No. Es la hora 24, mañana será el amanecer” (La Hora 25. Editorial Caralt, 1998).

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