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- 2024-12-09
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Infobae.- No fue un secuestro como el que se solía ver en las películas. No había varios delincuentes ni armas apuntando a la cabeza de nadie. Ni siquiera gritos ni maltrato. Tampoco eran las típicas operaciones de esos años convulsos con motivaciones políticas en los que los secuestradores exigían rehenes a cambio y que desviaran el rumbo hacia Cuba o alguna nación africana liderada por algún pintoresco pero sangriento dictador. Fue obra de un hombre solo. De un misterioso hombre solo que luego se esfumó.
Es el 24 de noviembre de 1971. Comienzo del fin de semana de Acción de Gracias. Los aviones surcan el cielo frenéticamente llevando de un lado a otro de Estados Unidos, personas que van a pasar el fin de semana largo con sus familiares. Los aeropuertos están colmados. Muchas personas cambian sus pasajes o tratan de conseguir lugar a último momento. En el de Portland, en el mostrador de entrada al vuelo 305 de la Northwest Orient Airlines con destino a Seattle, minutos antes de su despegue, un hombre de alrededor de cuarenta años compró un pasaje. Paga en efectivo. Le preguntan su nombre: Dan Cooper. Lleva un piloto gris, traje negro, corbata angosta negra y camisa blanca. Como único equipaje carga un maletín. Un hombre de negocios más regresando a su hogar, a sus afectos: en ese momento, en ese aeropuerto, debe haber miles como él. Al ingresar se sienta en la última fila.
Es un viaje breve, poco más de 35 minutos. Hay 36 pasajeros. El Boeing 727 es espacioso, sin filas apretadas, con lugar para estirar las piernas. El servicio siempre lujoso: las aerolíneas tientan a sus pasajeros con comidas, bebidas y otros placeres. Con el avión en el aire el hombre pide un bourbon sin hielo y una 7Up -ojalá nos las mezcle-. Cuando la azafata deja las bebidas, Cooper le entrega, con cierta parsimonia, un papel doblado en dos. No hay tensión en sus gestos, se mueve con desdén. La chica de 23 años responde a todos los estereotipos de las azafatas de esos años: una belleza impactante, juventud, simpatía de porcelana, algo sobreactuada, el trajecito-uniforme de la compañía bien ceñido al cuerpo perfecto, ojos vivaces. Florence Schaffner, la azafata, guarda el papel en un bolsillo e intenta seguir con el servicio sin que la sonrisa tatuada en su cara se pueda interpretar ni como un rechazo ni mucho menos como aceptación de la propuesta que contenga el papel: una de las habilidades que le dio el oficio, está bien entrenada. Acostumbrada a avances amorosos e intentos de seducción varios, cree que se trata de otro. Pero el hombre le dice, con energía pero sin levantar la voz, que lo lea. Ella se da cuenta de que no es un pedido, que se trata de una imposición. En letras de imprenta mayúsculas, con caligrafía clara y prolija, la nota informa que el hombre está secuestrando el avión y que si no responden a sus exigencias, detonará una bomba. Schaffner lo mira para tratar de entender si se trata de una broma. Le basta ese semblante para descubrir determinación en los ojos del pasajero que acaba de mutar en secuestrador. Recién en ese momento, la chica se da cuenta de que el hombre tiene un portafolio negro apoyado sobre sus piernas. Cooper le pide que se siente a su lado. La azafata obedece, el miedo es el origen de su docilidad. Cooper abre el maletín y le permite, por unos segundos, que vea el contenido. Ocho cilindros colorados que parecen dinamita (la de los dibujitos animados, sólo falta la marca Acme), una batería y cables de todos los colores conectándolos. Le está mostrando una bomba. El secuestrador aéreo con tono monocorde y casi sin tensión en el tono le pide que transmita de inmediato sus exigencias al comandante de la nave: 200.000 dólares, cuatro paracaídas y que al avión se le recargue combustible al llegar a Seattle.
El resto de los pasajeros no se entera de lo que está sucediendo. El comandante comunica la situación a tierra y vuela en círculos durante dos horas mientras la policía consigue los paracaídas y el dinero. El piloto informa a los pasajeros que demorarían en aterrizar debido a problemas en el aeropuerto y al alto tráfico tradicional de la fecha.
La azafata regresa junto a Cooper. Lleva otro bourbon y otra gaseosa. Él insiste en pagar las bebidas. Entrega 20 dólares y le dice que se quede con el cambio: 18 dólares.
Cooper ya tiene puestos sus anteojos negros.
Apenas aterrizan, la policía hace llegar a bordo una mochila con la plata y los paracaídas. Cooper permite que bajen todos los pasajeros. No quiere rehenes. Sólo se quedan él y la tripulación. Pero la carga de combustible se demora. El secuestrador levanta la voz por primera vez: “¡Están tardando demasiado!”, grita. Las tareas en pista se aceleran.
Antes de despegar de nuevo, da instrucciones precisas al comandante. Quiere volar a no más de 10.000 pies, que vaya lo más despacio posible y comunica que el destino final debe ser la Ciudad de México. El comandante le explica que el Boeing no tiene tanta autonomía, que deben hacer una escala. Discuten distintos puntos y acuerdan que será en Reno. Antes de despedirse, Cooper exige que la puerta trasera permanezca abierta y la escalerilla baja. Le explican que eso es imposible, que es demasiado riesgoso intentar despegar de esa manera. Cooper acepta la respuesta con docilidad. El diálogo es sereno, quiere transmitir tranquilidad a la tripulación, mostrarles que nada les va a pasar. Los seis tripulantes están en la cabina; él se queda sólo en el resto del avión. No media ninguna indicación pero las azafatas comprenden que se deben quedar con los pilotos y sólo aparecer en caso de ser llamadas.
Pasada ya más de una hora de navegación, la cabina se despresuriza. El comandante y su gente se dan cuenta de que Cooper había abierto la puerta trasera del avión y que había bajado la escalera.
Desde allí, Cooper con el bolso con los dólares atados a su cintura, se lanza hacia el corazón oscuro de la noche.
Nunca más se supo de él.
Ni siquiera se supo quién era él.
Cuando el avión aterrizó en Reno, los tripulantes comprobaron lo que ya sospechaban: a bordo no había nadie más que ellos. Del secuestrador sólo quedaba una corbata en la última fila de asientos. Un equipo anti explosivos inspeccionó el lugar sin encontrar nada.
El FBI desplegó sus fuerzas a lo largo del improbable camino que había hecho el avión. Lo buscaron con fuerzas terrestres, helicópteros y hasta con un pequeño submarino que patrulló las aguas. La búsqueda, que se prolongó durante varios días, se mostró inútil. No había rastros ni del hombre, ni de los dos paracaídas que usó ni del dinero (200.000 dólares en billetes de veinte hacían un bulto considerable que pesaba casi diez kilos).
Hubo detenciones inmediatas. Uno de los detenidos se llamaba Dan Cooper como el nombre (a esa altura ya presumiblemente falso) que el secuestrador había dado al comprar el ticket. La información se filtró a los medios pero con un pequeño error. Alguien publicó que el detenido era D.B.Cooper. Durante un par de días el error se diseminó. Y quedó instalado como el nombre del pirata aéreo que nunca fue encontrado. Se debe reconocer la superioridad sonora de D.B. Cooper frente al ordinario Dan Cooper.
La búsqueda de D.B. Cooper se convirtió en una obsesión norteamericana. No sólo de las fuerzas de la ley. Se desplegaron hipótesis y cientos de sospechosos. Las fuerzas federales hicieron un perfil psicológico y elaboraron un listado de casi mil sospechosos. Pero la mayoría de esos también fue descartada. Quedaron 24. Se les hizo un seguimiento, se comprobaron coartadas, se cotejó con habilidades anteriores, prontuarios y currículums militares.
Es uno de los grandes misterios de la historia del crimen moderno. ¿Fue el robo perfecto? ¿O un acto insensato sin ninguna posibilidad de éxito? D.B. Cooper se convirtió en un mito. La falta de respuestas sólo genera más interés. La pesquisa continuó durante casi medio siglo pero cada aproximación causó mayor intriga y cada posible sospechoso fue finalmente desechado.
Un efecto impensado: hubo una ola de emuladores. Durante 1972 en Estados Unidos hubo otros 15 hechos que copiaron su modus operandi. Ninguno de los delincuentes consiguió salir impune. Muchos lograron saltar del avión y llegar a tierra indemnes pero fueron apresados a las pocas horas. A alguno se le cayó la bolsa con el dinero al vacío antes de saltar. Hubo uno, un precursor de Cooper, el primero que intentó esta modalidad quince días antes que nuestro personaje, que fue detenido por los otros pasajeros en el momento en que se estaba poniendo el paracaídas. Para esa operación dejó el arma a un costado y la tomó uno de sus compañeros de vuelo y lo apuntó. Así terminó esa aventura.
D.B. Cooper (y su secuestro aéreo nunca resuelto) provocó varios cambios en la industria de la aeronavegación comercial, en especial en su seguridad. A partir de este caso cambió radicalmente la manera en que se controla el equipaje y a los pasajeros antes de abordar los vuelos. Se inspecciona el contenido y se instalaron detectores de metales en todos los aeropuertos. Tardó un tiempo en implementarse (por eso los secuestros de 1972) porque se planteó un debate sobre si con esos controles se afectaban libertades individuales. También se prohibió la venta en efectivo de pasajes en los aeropuertos para que el comprador a través de tarjetas debiera acreditar identidad y dejara algún rastro.
Por último, el delincuente misterioso dio nombre a un dispositivo que se implementó en todos los aviones: la Cooper Vane, una llave externa, instalada en el fuselaje, que permitía abrir la puerta trasera sólo desde afuera.
En estos más de cincuenta años muchas veces se creyó estar tras la pista cierta de Cooper. Se dijo que era un expiloto de guerra, un marine, una transexual con pasado en la armada, un estafador famoso, un ingeniero aeronáutico, un ex empleado de Boeing y decenas de personas más. La única pista cierta fue un fajo con 6 mil dólares en muy mal estado enterrado en una playa que encontró un niño en 1980. Se supo que los billetes deshechos pertenecían a la suma pagada a D.B. Cooper porque la numeración coincidía. Se rastreó de manera exhaustiva la playa y los alrededores pero nada más se encontró.
La fascinación que produce D.B. Cooper está relacionada con la ilusión del crimen perfecto. La del delincuente que vence al sistema, que burla a la policía, que logra la impunidad y desaparece para disfrutar de lo robado. Los que lo admiran suelen remarcar que no hubo víctimas y que ni siquiera existieron heridos.
Sin embargo, habría que tener en cuenta algunas cuestiones algo básicas. Por más ingenioso y audaz que haya sido el golpe no deja de ser un delito. Por otra parte, la azafata tuvo problemas psiquiátricos durante muchos años derivados del temor por el secuestro aéreo. Y, no es menor, no se debe olvidar que para los investigadores lo más probable es que Cooper no haya sobrevivido a su salto al vacío. Por eso durante el transcurso de los años cambiaron de opinión y se convencieron de que no tenía un conocimiento profundo sobre paracaidismo porque saltó en medio de la oscuridad, bajo una tormenta, con un terrible viento en contra, con paracaídas bastante precarios, a los que no podía controlar, sin el equipo adecuado (estaba de traje y zapatos) y hacia un terreno hostil como un bosque congelado. Muchos creen que ni siquiera llegó a abrir el paracaídas. Y en caso de haber sucedido eso, es difícil que en esas condiciones hubiera podido sobrevivir a la noche helada de noviembre en el bosque sin ayuda externa (se descuenta que no tuvo porque no podía determinar en qué lugar iba a impactar con el suelo). Sin embargo, la creencia popular es que D.B. Cooper logró sobrevivir.
Los posibles sospechosos ya no viven (tendrían hoy alrededor de 95 años) pero el caso de D.B. Cooper siempre generará teorías, dudas, admiración, repudio y entusiasmo cada vez que alguien aluda a él.
Es el poder irresistible que tienen las buenas historias.