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Este pasado día 16 de febrero, el mundo entero fue estremecido por la infausta como misteriosa muerte del abogado y político Alexéi Navalni, líder opositor al presidente de Rusia Vladimir Putin, ocurrida en una cárcel del Ártico Polar, más conocida por los sayones del Kremlin, como “La Prisión del Lobo Polar”. Es muy posible que hasta las coincidencias estuvieron de parte de este lobo y héroe de la resistencia democrática y antiputinista rusa pues, si bien el tigre y el león pueden ser los más fuertes, el lobo no trabajó nunca para el circo.
Dicho trance que pudo pasar inadvertido, como los miles de fallecimientos que se le atribuyen a la actual satrapía, éste es sensible y luctuoso por la inmensa relevancia que alcanzó Navalni en la Federación Rusa, como organizador de la “Fundación Anticorrupción” dirigida a investigar a funcionarios, autoridades y empresas estatales, noble labor que lo convirtió en el candidato ideal para sustituir al tirano Putin, en las próximas elecciones a realizarse dentro de un mes.
Sin embargo, su aciago destino estuvo marcado desde un inicio, cuando un 20 de agosto de 2020 fue hospitalizado, inconsciente y en estado grave en el hospital Omsk en Siberia, con el diagnóstico de haber sido envenenado. Un día después, tras la negativa inicial de los médicos, un avión ambulancia alemán lo trasladó al Hospital Charité de Berlín, donde se ratificó la existencia de un cuadro de intoxicación y que el estado del paciente era grave pero no mortal empero, las pruebas de toxicología llevadas a cabo por un laboratorio especializado del ejército alemán hicieron que el gobierno germano confirme que dichas pruebas eran inequívocas y demostraban que el envenenamiento fue con Novichok, el agente nervioso ya antes utilizado en varias víctimas del psicópata de marras.
Dotado de una extraordinaria valentía y luego de padecer semejante ordalía, Alex Navalni decidió retornar a Rusia, pese a que su tratamiento no había terminado. Bajo el cargo de incumplir una supuesta condena previa por corrupción fue arrestado “provisionalmente” hasta que se decida si continuaba en prisión o regresaba al régimen de condena abierto que tenía antes del envenenamiento.
Para mal de sus pesares, la Fundación Anticorrupción que dirigía Navalni publicó una nota sobre un lujoso palacio de Putin a orillas del Mar Negro, fruto del mayor soborno de su gestión. Dicha denuncia, trasladada a las redes sociales, a las pocas horas de su difusión alcanzó la pasmosa atención de millones de espectadores, fenómeno que, emulando el sutil manejo del sistema judicial socialista boliviano, devino en la condena a 9 años de prisión a Navalni por “fraude y desacato a los tribunales rusos”, pena que, más tarde, ante su heroica resistencia degeneró en una despiadada crueldad al ser enviado por 30 años a la cárcel del Ártico Polar donde, no contentos con la fraudulenta reclusión, fue finalmente asesinado.
A la luz de lo expuesto, es fácil establecer la analogía existente entre regímenes que, para justificar sus más horrendos crímenes a los derechos humanos y su desembozada corrupción enarbolan cínicamente las banderas de la democracia. Lo peor, cobran el carácter de pandemia contagiosa, dirigida a desquiciar y fragmentar a la sociedad, sustituyéndola por un populismo comunistoide y ateo que, para eternizarse en el poder, puede llegar hasta al Asesinato Impúdico.