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Las elecciones judiciales podrían ser un nuevo intento porfiado para reducir el desprestigio que el Poder Judicial tiene desde hace tiempo. Sin embargo, parece ser que será una simple sustitución de personas.
A pesar de la expresión democrática que significa votar, existe desde ahora apatía, frustración y desencanto: esa elección no servirá, según opinión de muchos, para conseguir el pretendido propósito de mejorar la administración de la justicia.
La justicia en un juicio se manifiesta en lo que decide el juez: el juez es la justicia. Para que eso sea expresión de verdad, se necesita sabiduría, el solo conocimiento no basta, principios morales, autonomía, independencia e imparcialidad. Se precisa que el juez este blindado ante la perseverante influencia de los políticos, resistir a la gestión de abogados incitadores que nunca faltan, y rechazar las tentaciones que llegan desde los litigantes corruptores. Se requiere ser un juzgador a toda prueba, que rehúse con firmeza las instrucciones de ministros, parlamentarios y movimientos sociales, dando a entender en todo momento que se trata de principios morales: de juzgar con probidad.
Si no fuera de esa manera, es difícil abrir la esperanza para una administración de justicia sin mancha en todo tiempo. Es pérdida de tiempo y dinero, un abuso a la credulidad del pueblo, induciéndole a creer en algo que no podrá ser.
Además, los países integrantes del Socialismo del Siglo XXI, se obligan sin alternativa someter a los Poderes del Estado bajo el dominio de un solo poder: el Poder Ejecutivo; tal como sucede en Cuba, Venezuela y Nicaragua, y se intenta en Colombia y Chile, hasta ahora sin resultado visible.
Además, si los abogados se postulan bajo el patrocinio de una sigla política, crece la duda de que sean magistrados idóneos: ya tienen amos a quiénes servir y obedecer. De manera que exigir se cumpla la independencia de poderes no es tarea fácil: es luchar arduamente, como queriendo dejar surcos entre las olas del mar.
A pesar de tanto obstáculo, queda la expectativa -más bien parece un deseo reprimido- que los nuevos magistrados empiecen una nueva versión de hombres y mujeres decididos a cambiar la imagen de la justicia, a lavarle la cara, botar la toga sucia que huele a dinero, trasminada de soborno y corrupción. Porque el primer cambio está en la voluntad de cada magistrado, en la decisión de cada juez, es un paso indispensable para iniciar cualquier reforma; a veces se quiere dar a entender que no existirán jueces intachables mientras no se dicten leyes nuevas.
El consuelo también puede ser que saldrán los ilegítimos (llamados autoprorrogados) y con eso termine el infamante papel de los actuales impostores (“Nadie puede ser juez en causa propia”). Que lo importante es que se vayan tan pronto como sea posible.
No se sabe a ciencia cierta qué cambios habrán con los nuevos, si sus actuaciones serán reivindicantes, o serán peores a los actuales; pues como se está viendo la corrupción no tiene límites. Sin olvidar que en el instante de aceptar la "mordida" y de negociar el cohecho, la decisión es del magistrado o del juez. Que sean buenos jueces es la expectativa como un sentimiento de agobio por encontrar justicia en este ambiente donde el acto justo resulta extraño.
Porque ninguno de los elegidos entregará en garantía una "póliza para juzgar bien", exámenes de ética no se han tomado, pruebas de honestidad tampoco. Después de las chicanerias propias de la política sucia el intento está consumado; el voto consigna predominará entre los electores y la farsa será primer día de diciembre.
*Periodista