Viernes 05 de diciembre 2025

Robo silencioso: cuando se desaparece la prueba del poder



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La documentación pública es el ADN de la administración. Es la memoria institucional que permite al Estado saber quién fue, qué hizo, por qué lo hizo y ante quién debe rendir cuentas. Pero, ¿qué sucede cuando esa memoria se amputa? ¿Qué ocurre cuando los despachos ministeriales amanecen vacíos, no solo de sillas ni de banderas, sino de expedientes, actas, correos, informes técnicos, contratos y decisiones que el erario público pagó? ¿Acaso un archivo que desaparece es solo un trámite perdido o es un acto deliberado de ruptura institucional?



La denuncia reciente del ministro de Economía, José Gabriel Espinoza, respaldada por sus pares de Obras Públicas, Ministerio de Gobierno, legisladores como Manolo Rojas y Soledad Chapetón, no describe un incidente aislado, sino un patrón inquietante; el desmantelamiento documental sistemático en tiempos de transición. Oficinas despojadas. Estantes vacíos. Archivos digitales desconectados o eliminados. No se trata de desorden, sino de una interrupción intencionada del hilo conductor de la gestión pública. Y eso no es una cuestión de mala praxis administrativa, es un acto de obstrucción al mismo Estado.



I.       La documentación como patrimonio del Estado



Los documentos públicos no pertenecen al Ministro de turno, ni al Jefe de Gabinete, Secretaria, ni al Asesor. Son bienes del Estado, financiados con el dinero de todos los bolivianos. Cada acta de reunión, cada estudio de factibilidad, cada correo electrónico en el que se decide una licitación, cada listado de personal; todo eso forma parte del patrimonio documental nacional. No es propiedad personal, sino un recurso esencial para la transparencia, la rendición de cuentas y, sobre todo, la continuidad del Estado más allá de las alternancias políticas.



Negar esto equivale a afirmar que un gobierno puede saquear la memoria institucional como si fuera botín de guerra. Pero un Estado de Derecho no se construye sobre la amnesia, se sostiene en la certeza de que cada acto administrativo deja rastro, puede ser revisado, cuestionado y aprendido. La documentación es, entonces, la columna vertebral de la soberanía administrativa.



II.      ¿A quién daña esta desaparición?



Para la administración, la pérdida documental produce una suerte de debilitamiento institucional. Un nuevo funcionario no puede tomar decisiones informadas si ignora qué se hizo antes, por qué se contrató a tal empresa, o cuáles fueron los criterios técnicos detrás de una política pública. La eficiencia se desvanece. La planificación se vuelve adivinación. Y la autodefensa de la propia administración, ante auditorías, juicios o solicitudes ciudadanas, se debilita hasta colapsar.



Pero es al ciudadano al que más se lastima. Imagine usted, llega a una oficina a reclamar un subsidio, y le responden: “no hay antecedentes”. Intenta impugnar una resolución arbitraria, pero no puede porque el expediente “se perdió”. Solicita información sobre un contrato millonario y recibe silencio. ¿Acaso no es esto una violación del derecho a una buena administración? ¿No es negarle al ciudadano la posibilidad de ejercer sus derechos con pruebas tangibles?



La transparencia no es un gesto de generosidad del poder, es un deber, un principio constitucional. Y sin documentos, ese deber se convierte en una promesa hueca.



III.     Normas rotas, principios traicionados



Bolivia cuenta con un marco jurídico robusto para proteger este patrimonio. La Constitución Política del Estado, en su artículo 237, es clara: "Inventariar y custodiar en oficinas públicas los documentos propios de la función pública, sin que puedan sustraerlos ni destruirlos." No es una sugerencia. Es una obligación constitucional.



La Ley N° 1178 y su reglamentación vinculan esa obligación a sanciones penales, civiles y administrativas. El Decreto Supremo N° 22144 va más lejos: declara a los documentos públicos como "de máxima utilidad y necesidad nacionales", y los equipara a un tesoro nacional. El Decreto Supremo N° 22145 prohíbe la destrucción de documentación inactiva y obliga a su preservación. Y el Decreto Supremo N° 718 exige que todo servidor que cese en sus funciones entregue la documentación a su cargo en un plazo máximo de tres días hábiles.



Además, el Código Penal contempla delitos según la gravedad, como la Destrucción o deterioro de bienes del Estado y la riqueza nacional (Art. 223), Conducta Antieconómica (Art. 224), Daño Calificado (art. 358). No se trata de tecnicismos, son herramientas para castigar a quienes, sabiendo lo que hacen, arrancan páginas del libro de la memoria estatal.



IV.     Consecuencias jurídicas: no todo queda en la impunidad



Quien sustrae o destruye documentación pública no solo comete una irregularidad, asume responsabilidades de tres órdenes.




  • Administrativa: puede ser sancionado conforme a la Ley 1178.

  • Civil: el Estado o los ciudadanos afectados podrían demandar por daños y perjuicios.

  • Penal: enfrenta penas de prisión por delitos contra la correcta administración pública y los bienes del Estado.



Y hay algo más, en un eventual juicio contencioso-administrativo, si la administración no puede aportar un documento que debió conservar, se aplica la presunción en su contra. Es decir, se asume que el hecho que el ciudadano alega es cierto, por la simple imposibilidad de la administración de refutarlo. Esto no es teoría, es doctrina consolidada en tribunales latinoamericanos y en estándares internacionales.



V.      Conclusión: no es un problema de gobierno, es un problema de Estado



El desmantelamiento documental no es un síntoma de cambio político, es un ataque al Estado de Derecho. No se trata de lealtades partidarias, sino de la integridad del sistema que nos gobierna. Un Estado que no custodia su memoria se vuelve vulnerable, arbitrario y opaco. Y la opacidad es, como bien sabemos, el caldo de cultivo de la corrupción.



Este no es un asunto técnico, ni menor, ni burocrático. Es una cuestión de salud democrática. Cada documento perdido es un derecho debilitado, una decisión sin fundamento, una ciudadanía desarmada.



El Estado no se mide solo por sus carreteras o sus presupuestos. Se mide por su capacidad de recordar. Y hoy, Bolivia corre el riesgo de olvidar quién es. No podemos permitir que se lleven, la memoria del Estado.