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En Bolivia, más de 5.000 personas están encarceladas por delitos de violencia sexual contra niños y adolescentes, según datos del Ministerio de Gobierno. Sin embargo, esta cifra apenas refleja la magnitud del problema, ya que muchas víctimas no denuncian por miedo o desconfianza en el sistema judicial.
Cuando la ley se ignora en favor de la impunidad
Bolivia es signataria de la Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989) y de la Convención de Belém do Pará, que obligan al Estado a proteger a los menores de toda forma de violencia y abuso. A nivel nacional, el Código Niña, Niño y Adolescente establece el principio del interés superior del niño, que debe guiar todas las acciones del Estado.
Sin embargo, la falta de implementación efectiva de estas normas y la interferencia política en los procesos judiciales han socavado estos principios, dejando a las víctimas sin protección ni justicia.
La Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia (CPE), en su artículo 60, garantiza la protección prioritaria de niñas, niños y adolescentes. Este mandato no es meramente programático: integra el bloque de constitucionalidad, junto con tratados internacionales como la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) y la Convención de Belém do Pará, que establecen el principio del interés superior del niño y el deber reforzado del Estado para prevenir, investigar y sancionar toda forma de violencia contra menores.
La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reiterado, como en el caso González y otras ("Campo Algodonero") vs. México, que los Estados tienen la obligación de ACTUAR DE OFICIO ante denuncias de violencia sexual, particularmente cuando las víctimas son niñas o adolescentes. Esta obligación incluye investigar, juzgar y sancionar aun SIN DENUNCIA FORMAL, y especialmente cuando existe desbalance de poder evidente entre víctima y agresor.
El Código Niña, Niño y Adolescente (Ley Nº 548) reconoce el derecho de toda persona menor de edad a la integridad personal y a la protección frente a cualquier forma de abuso. Por su parte, el artículo 281 Bis del Código Penal establece penas agravadas para los delitos sexuales cometidos contra menores, especialmente en casos relacionados con la explotación de niñas por parte de adultos que ocupan posiciones de poder.
El poder político como escudo de la impunidad
La corrupción y la influencia política en el sistema judicial boliviano han permitido que muchos agresores sexuales evadan la justicia. Un caso emblemático es el del sacerdote jesuita Alfonso Pedrajas, quien abusó de al menos 85 niños en nuestro país. A pesar de las denuncias, sus superiores encubrieron los delitos durante décadas.
Otro ejemplo es el caso ANGULO LOSADA VS. BOLIVIA, en el cual la CIDH declaró en su sentencia, que el Estado incumplió el deber de investigar con la debida diligencia reforzada y estricta que le correspondía en un caso de violencia sexual perpetrada contra una niña, terminando por revictimizar a la víctima, y permitiendo que el caso se quedara en una situación de absoluta impunidad.
Patrones de impunidad y violencia institucional
Los casos documentados en la prensa revelan patrones sistemáticos de impunidad y violencia institucional: utilización de recursos públicos para presionar al sistema judicial, desacreditación mediática de las víctimas, dilación deliberada de los procesos y una constante revictimización. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado al Estado boliviano por no investigar ni sancionar adecuadamente la violación de una menor, subrayando la revictimización sufrida por la víctima durante el proceso judicial como una forma de violencia institucional. Esta falta de diligencia se agrava con la oscuridad de las decisiones judiciales y la inexistencia de mecanismos efectivos de control y rendición de cuentas, lo que ha profundizado la desconfianza ciudadana en la administración de justicia.
En este contexto, el Estado boliviano ha sido objeto de observaciones severas en el marco del Examen Periódico Universal (EPU) del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, particularmente por la persistencia de matrimonios infantiles, uniones tempranas y embarazos forzados en zonas rurales. Estas prácticas constituyen una forma estructural de violencia sexual y una grave vulneración de los derechos humanos de niñas y adolescentes, muchas veces encubiertas por normas permisivas o toleradas por la inacción estatal. Organismos internacionales como el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CESCR), el Comité contra la Tortura y el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) han urgido al Estado a reformar los Códigos de las Familias y del Proceso Familiar, estableciendo de manera firme la edad mínima para el matrimonio en 18 años sin excepciones, e implementando campañas de sensibilización dirigidas a padres, docentes y líderes religiosos.
Esta problemática guarda una conexión directa con la impunidad en delitos sexuales cometidos contra menores de edad, quienes son forzadas a relaciones encubiertas bajo la apariencia de legalidad o aceptación cultural, perpetuando así un ciclo de violencia, encubrimiento institucional e injusticia. Los casos denunciados contra figuras políticas de alto perfil, incluyendo al exmandatario Evo Morales, ilustran con crudeza cómo la combinación de poder político, silencio judicial y manipulación del sistema legal puede impedir que las víctimas accedan a la verdad, justicia y reparación que el Estado está obligado a garantizar.
Corrupción judicial y poder político una alianza perversa contra la niñez
La denuncia presentada en 2020 contra el expresidente Evo Morales por la presunta violación de una menor de 16 años y la consecuente gestación de un hijo, expone un patrón recurrente de violencia institucional encubierta por estructuras de poder. En este caso, documentado en medios como El Deber y Página Siete, se evidencia no solo una transgresión sexual, sino una maquinaria institucional orientada a diluir la responsabilidad del agresor, re-victimizar a la menor y la impunidad del agresor, exigiéndole la formalización de una denuncia como si la persecución penal dependiera exclusivamente de la voluntad de quien ha sido oprimida.
Casos como este nos obligan a preguntarnos: ¿cómo puede un sistema que se dice protector permitir que menores víctimas de abuso sexual deban enfrentarse solas a quienes tienen todo el aparato estatal a su favor?
Redes de impunidad y abandono institucional
El caso contra Evo Morales revela un problema estructural: la conexión perversa entre poder político y corrupción judicial. Según investigaciones de prensa, el entorno político del exmandatario ejerció presión institucional para minimizar la denuncia, desacreditar a la víctima e impedir que el proceso avance. ¿El resultado? Un proceso plagado de irregularidades, dilaciones y omisiones deliberadas donde actualmente dos jueces se juegan con la jurisdicción.
En términos ético-jurídicos, esta situación constituye una grave violación al principio de legalidad y al derecho a la justicia efectiva. La impunidad en delitos sexuales contra menores no es un “vacío legal” sino una consecuencia de la corrupción judicial y la violencia institucional.
Más aún, exigir que la víctima o su entorno formalicen la denuncia, cuando es evidente la relación de poder, dependencia y manipulación, equivale a una re-victimización institucional. Como ha señalado la relatora de la ONU sobre violencia contra la mujer, Dubravka Šimonović, la impunidad en casos de violencia sexual contra menores constituye una doble violación: al cuerpo de la víctima y a su derecho a la justicia.
El principio de actuación de oficio, reiterado por el Tribunal Constitucional Plurinacional y la jurisprudencia internacional, obliga al Ministerio Público a iniciar investigaciones cuando existen indicios razonables, sin necesidad de denuncia formal. Omitir esta obligación constituye una infracción constitucional y funcional que compromete la responsabilidad del Estado.
Impacto devastador y silenciamiento sistemático
Cuando el agresor es un político de alto perfil, el daño a la víctima se multiplica. No solo se enfrenta a un trauma psicológico profundo, sino también a la desprotección institucional y a una narrativa pública que la responsabiliza de su propia victimización. En el caso que analizamos, se ha llegado a trivializar el hecho con frases como “relación consentida”, ignorando que, por ley, ninguna menor de 16 años puede consentir válidamente un acceso carnal con un adulto, menos aún con uno que detenta poder sobre ella.
Esta narrativa no solo normaliza la violencia sexual: la institucionaliza. La prensa tiene aquí un rol crucial. Si bien algunos medios han denunciado estos hechos con valentía, otros los han minimizado o incluso invisibilizado, actuando como cómplices pasivos de la impunidad.
Límites constitucionales y responsabilidad de los servidores públicos
El servidor público, especialmente cuando ejerce funciones de alta jerarquía, está doblemente obligado a respetar los derechos fundamentales. El artículo 232 de la CPE establece que toda autoridad debe cumplir los principios de ética, legalidad y responsabilidad. La injerencia en procesos judiciales o la utilización de influencias para evadir sanciones contraviene no solo la ética pública, sino también constituye delito penal tipificado como obstrucción a la justicia y encubrimiento.
Los servidores públicos que facilitan el encubrimiento o no activan la investigación están sujetos a responsabilidad administrativa, civil y penal conforme a la Ley Nº 004 (Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz) y a la Ley Nº 1178 de Administración y Control Gubernamentales.
Exigir justicia: una tarea colectiva e impostergable
No podemos seguir permitiendo que la impunidad ampare a quienes, desde el poder, violan los derechos más sagrados: la dignidad, el cuerpo y el futuro de nuestras niñas. Proponemos las siguientes medidas urgentes:
1. Reformas al sistema judicial que impidan el archivo arbitrario de causas y obliguen al Ministerio Público a actuar de oficio en todo caso que involucre a víctimas menores de edad.
2. Monitoreo internacional de organismos como la CIDH y el Comité de Derechos del Niño sobre el cumplimiento de estándares internacionales en estos procesos.
3. Publicación obligatoria de decisiones judiciales, incluidas las votaciones de jueces y fiscales, para garantizar transparencia.
4. Protección efectiva a las víctimas, mediante el fortalecimiento de servicios de atención integral, casas de acogida y defensores de la niñez con autonomía funcional.
Conclusión
Las niñas no son moneda de cambio político. No deben ser silenciadas ni sacrificadas en el altar del poder y la impunidad. Cada vez que un proceso se archiva por presiones externas, no solo se vulnera a una persona: se hiere a todo el sistema democrático.
La dignidad de nuestras niñas exige justicia sin atajos. Es hora de que como sociedad exijamos un Estado que no solo prometa proteger, sino que actúe con diligencia, valentía y compromiso ético.
Cuando el Ministerio Público incumple su deber constitucional, queda en evidencia no solo la debilidad institucional de sus autoridades, sino también la influencia política que opera para obstaculizar o rechazar denuncias, incluso aquellas dirigidas contra exautoridades de alto nivel.